LA
CASA DE MANUELITA SÁENZ
Manuel
Carrasco Vintimilla
En Paita preguntamos
por ella, la Difunta:
tocar, tocar la tierra
de la bella Enterrada.
No sabían
por ella, la Difunta:
tocar, tocar la tierra
de la bella Enterrada.
No sabían
Pablo Neruda
Asfixiada
por el sempiterno abrazo de dos formidables colosos –el desierto y el mar-
Paita duerme su eterno sueño de polvo y canícula, ajena al paso del tiempo y al
devenir de la historia, perdida la memoria de sus años mozos, cuando fue la
puerta y el puerto de de la joven América y la siempre vieja Europa.
Ya
nadie recuerda, ni quieren recordar, que
desde sus calcinadas arenas se embarcaban para Sevilla, otra puerta y otro
puerto de los dos continentes, entonces unidos por el cordón umbilical de la
conquista y la explotación colonial, los productos de estas Indias Occidentales niñas aún y
llegaban a sus muelles los recios castellanos en pos del oro, la fama y la
gloria.
Ya
nadie recuerda, ni quieren recordar, que
ahí, en ese claro luminoso de la pequeña
rada, donde anclan azules los barcos, cuando comenzamos a ser Ecuador y Perú,
vivió su destierro, subsistió, víctima de las
miserias humanas, vendiendo dulces y cigarrillos, y
murió aferrada a su amor, a su
orgullo y a sus principios Manuelita
Sáenz, la libertadora del Libertador, frase que por repetida y manida ha
perdido su profundo significado inicial.
Por
la asfaltada pista, como dicen los peruanos a la carretera, que une Piura con
Paita, con Romeo Rodas Abad – él al volante de su poderoso Gran Vitara-
repasamos entusiasmados, a medida que nos acercamos a nuestro destino, las
venturas y desventuras de esas dos almas gemelas hechas para el amor, la fama,
la gloria y el olvido. Vamos en búsqueda de la casa en la que vivió y murió
Manuelita Sáenz.
En
el puerto le preguntamos al primer policía con el que topamos: el hombre nos
mira con cierta suspicacia y malicia. No, no sé, nos responde y se retira
rápido. Me siente, le digo a Romeo, que está pensando que buscamos la casa de
alguna triste señora de la vida alegre…. Vamos al municipio! En efecto, ahí, un
conserje con cara de pocos amigos y luego en la plaza de armas, unas maestras
que trabajan con los niños bajo la sombra de las acacias nos dan la pista: en una calle sin nombre, al fondo
de una plazoleta anónima está la casa.
Hay una placa que la identifica, nos dicen.
La
casa, una cabaña en ruinas, es de propiedad de la familia Pacheco, que vive en
Catacaos, nos informa un anciano medio sordo. Nosotros sólo somos
arrendatarios, en realidad quien sabe todo sobre Bolívar y Manuelita es mi sobrina,
la profesora Mary Godos, pero este momento está en clases, vengan a las tres.
Sí, afirma un muchacho gordo de ojos andaluces, ella, por sol y medio les
cuenta toda la historia. Con recelo y desconfianza nos hacen pasar a la única
habitación de la casa. Estamos velando a un pariente que murió hace un mes, nos
informa una mujer escapada de las hogueras de Salem, ante nuestra sorpresa
cuando nos topamos con un altar en el
que asoman por lo menos una docena de estampas de vírgenes y santos y el buen
Jesús crucificado. Pero esta no es la casa en la que vivió doña Manuelita, la verdadera está en la esquina, sino que el
Cabildo puso la placa en los años setenta, nos dice, por que a la otra la iban
a botar para levantar un edificio nuevo.
Ya
en Cuenca comento con la familia que visitamos la casa donde vivió y murió
Manuelita Sáenz, entre otras incidencias del viaje. No puede ser, reacciona de
inmediato mi nieta María Fernanda, por que a la Señora le quemaron con la casa,
los trastos y todo ya que murió durante
una epidemia de difteria, según el video que pasaron en la escuela, afirma con verdadera convicción, sí, corrobora
mi hija Catalina: un oficial allegado que
sobrevivió a la peste logró salvar parte de los documentos que
custodiaba Manuelita y alguna cosa de su correspondencia. Y yo me quedo
alelado, turulato, perdido en los
vericuetos de la historia.
Sin
embargo, revisando mis antiguas lecturas,
en “Manuela Sáenz, la Libertadora del Libertador”, de don Alfonso Rumazo
G. encuentro el siguiente párrafo: >He aquí el albergue de la “reina de la
Magdalena”: “Una casa humilde, de un solo piso, muy baja, con techo de dos
aguas y una galería al exterior provista de una sencilla baranda de madera sin
talla alguna, como las pilastras, y tres puertas dando acceso a una sala grande
(A Posse Rivas)<. Descripción que coincide con la vivienda que visitamos en Paita durante nuestro
periplo por el norte del Perú y que confirma que la casa está ahí,
habitada por la familia Godos quienes, entre recelos y dudas, quizás sin comprender bien la real dimensión
histórica de los personajes a los que se refieren con familiaridad, como decir
mi tío Simón o mi prima Manuelita, conservan
para los pocos curiosos que se animan a llegar hasta ese ahora recóndito
rincón de la geografía peruana, acaso desvaída,
tal vez desdibujada entre la leyenda y el mito, la memoria de dos
personajes claves para entender a esta patria americana a cuya constitución
contribuyeron en uno de los momentos claves de su milenaria historia.
Máncora
XI 30. Cuenca XII 10 del 2003.
Detuve al niño, al hombre,
al anciano,
y no sabían dónde
falleció Manuelita,
ni cuál era su casa,
ni dónde estaba ahora
el polvo de sus huesos
al anciano,
y no sabían dónde
falleció Manuelita,
ni cuál era su casa,
ni dónde estaba ahora
el polvo de sus huesos
Pablo Neruda .
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