miércoles, 9 de octubre de 2019


El barrio de las Herrerías


La calle o barrio de Las Herrerías y sus sitios aledaños comparten ciertos lugares de nominación tradicional, como es El Vergel, la barriada en torno a la plazoleta y la capilla de Santa María de El Vergel. También se encuentra Chaguarchimbana, el sitio donde se levanta la casa quinta de ese nombre –donde funcionó la Fundación Paul Rivet– y avanza hacia el sur, sobre la orilla del río Yanuncay en torno a la Quinta Bolívar. Cerca yace la Estación del Ferrocarril de Gapal, viejo proyecto vial de los cuencanos que comenzó a construirse a finales del siglo XIX para ser inaugurado por una de las dictaduras militares en la década de los sesenta y que, tras servir para el transporte de carga con viejas y lentas locomotores y el de pasajeros mediante destartalados autoferros, fue abandonado por los últimos gobiernos. Incluido el de Rafael Correa, que al parecer no tomó en cuenta la línea férrea Sibambe-Cuenca para sus proyectos de recuperación del servicio de trenes en el país. Su estación permanece abandonada y destruida por las inclemencias del tiempo y la indiferencia de autoridades y ciudadanos.
A raíz de la fundación de Cuenca se señaló la traza urbana de la ciudad y los alcances de su jurisdicción. En grandes trazos, la primera quedó circunscrita entre las parroquias de San Blas, al oriente y San Sebastián, al occidente, por el norte hasta los declives de la colina del Cullca y por el sur hacia la ribera norte del río Tomebamba. Mientras que los términos de su jurisdicción quedaron señalados: “hacia Quito, hasta el pueblo de Tiquizambi hoy Tixan, inclusive, como lo expresó después; hacia Loja, hasta el río de los jubones, llamado antes Tamal-Aicha; hacia Zamora, hasta los términos de esta ciudad; hacia el oriente hasta Macas, Cayena y Zuña; y hacia la costa del mar, por Bola, hasta los términos de la isla Puná” (Cordero Palacios, 1970, p.11).
En la Plaza Mayor, actual Parque Calderón, hacia la Calle Real –hoy Bolívar– se mandó levantar un rollo y picota de madera, insignia de la jurisdicción de la ciudad que comenzaba a poblarse en las manzanas o solares que, tomando como punto de referencia a esta plaza, fueron asignándose en conformidad con las necesidades administrativas, de buen gobierno, religiosas y de vecindad, que no las precisamos por considerar que no es objeto del presente estudio, salvo los solares y sitios que pudieron ocupar los artesanos y, entre ellos, los herreros y herradores[1] a quienes, con el pasar de los tiempos, los encontraremos en la calle de Las Herrerías del barrio de El Vergel (Paniagua y Truhan, 2003, p.381).
Según C. Gómez y J. Marchena, citados por Paniagua y Truhan, “Los herradores aparecieron en Cuenca desde el momento de la fundación, lo cual estaba dentro de la lógica de aquellos tiempos, pues se les consideraba entre las gentes de servicios necesarias en toda nueva población, por lo que ya solían acudir con las huestes en los procesos de penetración del territorio” (2003). En una ciudad en la que crecían las actividades comerciales, que se encontraba en una encrucijada de caminos, en cuyo territorio avanzaban los hatos para criar ganado, yeguas y mulas, es lógico que la condición de herrador hubiese ocupado un sitial de cierta relevancia. Al parecer eran blancos o mestizos que sabían firmar, aunque quizás también hubo indios herradores. Acaso pudieron poseer tierras, entre 24 o 25 cuadras, y contar con un acervo de herramientas más o menos costosas y especializadas. Entre sus destrezas se contaba: herrar caballos y mulas, sangrar, cargar y castigar caballos, labrarle y quitarle los tábanos y sacarle las habas. Hacia 1588 el Cabildo señaló un arancel para herradores (Arteaga, 2000, p.134).
Al igual que los herradores, los herreros aparecieron tempranamente en la ciudad, obedeciendo a las mismas condiciones de ser gentes necesarias en una comunidad que se inicia. El oficio de herrero puede ser definido como “una dedicación amplia a los trabajos relacionados con el hierro,” según Pérez y Truhan, por lo que es posible que en Cuenca los herreros hubieran podido generar subdivisiones más complejas, que iban desde esa misma denominación hasta la de cerrajeros, rejeros y demás. Así:

En otro orden de cosas, la confusión de funciones en algunos casos entre herreros y herradores parecen probárnosla algunos hechos de interés, como las conducciones de ganado por parte de algunos herreros, lo que [no] tendría  razón de ser si no fueran conocedores del arte de los herradores, más directamente con el cuidado y trato de los animales; tal es el caso de Martín de San Martín, al que se encargó en 1582 la guarda de los caballos de los pasajeros y vecinos de la ciudad en el lugar llamado las Cabezadas de Machángara, pudiendo cobrar por cada animal 4 tomines, también en 1613, otro herrero, Hernando de Bustamante, estaba encargado de conducir los novillos de Alonso de Campoverde a la ciudad de Lima. (Paniagua P., J. y Truhan, 2003, p.381)

Diego Arteaga no hace la distinción entre herradores y herreros y se refiere a la presencia de los segundos desde los albores coloniales: “una vez instalados estos artífices en Cuenca, dice, mantuvieron gran dinámica, pero bajo otros requerimientos” (2000, p.107). La mayoría de los herreros que cita Arteaga fueron contratados por ganaderos de la región para conducir ganado a la ciudad de Los Reyes, es decir a Lima “o a la parte y lugar donde hallare venta” (2000, p.107). Este es el caso de Hernando de Bustamante que hacia 1613 fue encargado de conducir 1,100 novillos hacia Los Reyes. Además de herreros, algunos se desempeñaban como cerrajeros, paileros y fundidores de campanas. En términos generales, el estudio de Arteaga concuerda con los aspectos fundamentales en cuanto al análisis de la presencia social de los miembros de este gremio en la ciudad.
Para el siglo XVIII, Espinoza y Achig en su obra Historia económica social de Cuenca en el siglo XVIII señalan la presencia de herreros y herradores de caballos, mientras que Chacón Zhapán en su texto Historia de la Gobernación de Cuenca (1777-1820) indica la existencia de un herrador de caballos hacia 1781. Es de presumir que para el siglo XIX y primera mitad del XX se mantuvo la tendencia ocupacional de las gentes del gremio, esto es, una labor vinculada al trabajo con metales, en la que predominaba la función de herradores de caballos y otras acémilas y la forja de objetos de hierro como verjas para ventanales, cruces para las cumbreras de las casas, adornos para viviendas y herramientas de labranza agrícola, de cuyo análisis nos ocuparemos más detenidamente en adelante.
En 1822, según Arteaga, los herreros estuvieron ubicados en “la calle y tiendas de la casa del Colegio Seminario y siguientes así al Carmen,” es decir, entre las actuales calles Benigno Malo y Mariscal Sucre, en la esquina en donde luego se construiría la Catedral Nueva (2008, p.17). Ahora pretendemos analizar el lugar o sitio que ocuparon los artesanos del hierro. A partir de la Plaza Mayor, desde la época colonial hasta nuestros días, su ubicación obedece en gran medida a los servicios que pueden prestar a los vecinos de la ciudad a fin de cubrir las necesidades y requerimientos del conglomerado social y a la distribución y ocupación de los espacios urbanos a lo largo de la evolución histórica y social que ha tenido Cuenca en sus cuatrocientos cincuenta años y más de existencia histórica.
Así, en el día de la fundación en el espacio de Paucarbamba, donde se asentaba la nueva urbe, se señaló la manzana del oriente de la plaza para Iglesia Mayor y casa para el Obispo, Cura o Vicario; al norte de la plaza se ubicó la casa de fundición, para casa del Cabildo y Audiencia, Cárcel y Carnicería y así, en concordancia con las necesidades espirituales y administrativas de la nueva urbe, amén de la jerarquía e importancia social de los vecinos. Por otra parte, los artesanos fueron ocupando los espacios de conformidad con los servicios prestados y las condiciones ambientales que se prestaban para ejercer sus oficios: los molineros en torno al río y las corrientes de agua, los panaderos en las cercanías de estos, los alfareros, donde hubiese la arcilla necesaria, en fin, cada uno de acuerdo lo que era o quería ser. Paniagua Pérez y Truhan indican que carecen de los datos suficientes y precisos sobre la ubicación de los herreros (y herradores) quienes:

por las características del trabajo y las grandes necesidades de espacio para el desarrollo del mismo, debemos pensar que, en la mayor parte de los casos, las herrerías se situaban fuera de la traza de Cuenca, en los barrios aledaños, y principalmente en los lugares de entrada y salida de la ciudad hacia otros puntos de la geografía del virreinato peruano. Todo ello sin olvidar la necesidad que tenían de agua, por lo que, quienes ejecutaban estas actividades, se debieron situar preferentemente cerca de algún curso fluvial o de alguna fuente o pozo que les facilitare el abastecimiento. (Paniagua y Truhan, 2003, p.385)

En consonancia con lo expuesto anteriormente, Diego Arteaga, ubica con mayor precisión a los herreros en las parroquias de San Sebastián y San Blas, lugares de paso obligado para viajar a la Costa, en el primer caso y en el segundo hacia Quito o Lima, ya que atravesaba la parroquia el Camino Real, en dirección al norte o al sur. Explica:

No resulta extraño entonces que asomen en sus predios indios arrieros, sobre todo en San Sebastián, desde los años 90 del siglo XVI, con el consiguiente requerimiento de herradores y, con ellos, de herrerías. Gente como Blas Salguero residió en el sector de El Batán. Los restantes herreros lo hicieron de manera continua en San Sebastián, con caso puntuales de presencia en Todos Santos, San Blas y algún indio dentro de la traza. El hospital y el Convento de San Agustín contaron con sus propios talleres de herrería al interior de sus predios. (Arteaga, 2000, p.155-156)

Como se podrá ver en  las obras citadas anteriormente, de tres autores caracterizados por su seriedad y su exhaustiva investigación archivística, no se encuentra que herradores, herreros o algún otro tipo de artesanos relacionados con el trabajo de los metales se hubiesen ubicado en los sitios conocidos hoy con los nombres de El Vergel y Chaguarchimbana, por donde atraviesa en la actualidad la calle denominada Las Herrerías, por lo menos entre 1557 y 1670, en el caso de Arteaga y, entre 1557 y 1730 en Paniagua y Truhan. Con acierto, Iván González señala que el primer herrero del que se tiene noticias en Cuenca es Martín de San Martín quien, en 1579, eleva una petición al Cabildo para que se le concedan 25 cuadras de tierras en Cullca “para fijar su residencia y trabajar en su profesión” (1991, p.19).
Ahora bien, en la bibliografía consultada que se refiere exclusivamente a Las Herrerías, Chaguarchimbana o el Vergel, sin fundamentación documental se afirma que herradores y herreros, al parecer en nuestro medio no se establecía la diferencia entre estos artesanos, se ubicaron desde los tiempos coloniales en la calle –Camino Real– a la que se le conoce hoy con el nombre de Las Herrerías.
A fin de entender mejor la situación, volvamos sobre la delimitación, que se hizo al momento de la fundación de Cuenca, del Ejido sur de la ciudad, en especial en el sector entre los ríos Tomebamba y Yanuncay, señalándose como límite oriental: “el camino de Ingachaca, entre el Puente de este nombre, últimamente reconstruido, y el Puente de Chaguarchimbana,” según Octavio Cordero Palacios. (1970, p.12).
El camino de Ingachaca era conocido también como Camino Real o Camino a Loja y delimitaba al Ejido cuyas tierras se extendían al occidente de dicha vía y que daba al oriente un triángulo limitado entre el Camino Real, los ríos Tomebamba y Yanuncay, teniendo como ápice, la unión de estos en lo que hoy se denomina ‘El Paraíso.’ Estas últimas tierras no estaban en los predios ejidales y fueron ocupadas por indígenas y terratenientes, quienes levantaron  modestas casas de vivienda, los primeros, mientras que los segundos dedicaron sus parcelas a quintas o fincas vacacionales, como es el  caso de la denominada quinta ‘El Paraíso,’ cuya expropiación fue iniciada por el Cabildo cuencano en la década de los años cincuenta.
Humboldt indica, al referirse al Camino Real en el sector de El Vergel, “que puede apreciarse hasta ahora, en los últimos vestigios, la famosa vía, ya que la actual callejuela que queda entre ‘Ingachaca’, en el río Tomebamba y ‘Chaguarchimbana`, en el río Yanuncay, algo más debajo de su confluencia con el Tarqui, formaba parte de la calzada incásica, así como gran parte de la avenida Huayna Cápac, antes de su ensanchamiento” (Jaramillo y otros, 1974, p.19-20).
En este triángulo, denominado ‘El Paraíso,’ al parecer al este del Camino Real, se asentaron indígenas, ya que “necesitando la ciudad del trabajo personal indígena, permitió [¿el Cabildo?] por ejemplo, que los indios cañaribambas ocuparan: un pedazo de tierras questá entre los dos ríos (…) cuando estaban sirviendo en esta ciudad” (Chacón Z., 1990, p.98). Años más tarde, en la sesión del Cabildo del 10 de septiembre de 1608 Francisco Cuzco “indio natural de Cañaribamba, residente en la otra banda del río grande que pasa por junto a esta ciudad [comparece] diciendo que tenía y poseía dos cuadras de tierras junto a las de Gonzalo Yuselo, indio arriero, de las cuales este cabildo les había fecho merced y en ellas tenía su casa.”
Ahora bien, si en verdad una golondrina no hace verano, encontramos que hacia 1608 todavía,  en la otra banda del río grande en las tierras ‘que parecían no ser ejido,’ habitan por lo menos cuatro indígenas cañaribambas: Gonzalo Yuseloy su hijo Francisco, y Francisco y Andrés Cuzco, quizás todos ellos arrieros. Amanera de hipótesis, que por supuesto, necesita mayor investigación, podríamos concluir que en torno al Camino Real que salía para Loja y otros lugares del sur, junto a los indios arrieros se asentaron también herradores y herreros, como lo afirman categóricamente Pablo Estrella V. e Iván González. (González, 1991, p.19). Mas, en el supuesto caso que no hubiese sido así, el asentamiento de herreros-herradores en el sector de El Vergel, habrá de ser investigado en el curso de las transformaciones urbanas que paulatinamente fueron sufriendo las parroquias San Blas y San Sebastián.
Quizás los herreros-herradores salieron de las parroquias de San Blas y San Sebastián, así como su ubicación en torno a la calle que actualmente se denomina Las Herrerías, debido a la ampliación del parque automotor, especialmente con el servicio de buses que empieza a prestarse en Cuenca al inicio de la década de los cincuenta. De San Sebastián los buses avanzaban al Corazón de Jesús y quizás hasta Sayausí. Se había abierto, sobre el trazado del Camino Real, la avenida Huayna Cápac. Se trataba en realidad de un camino ancho cubierto con lastre, por donde se circulaba desde El Vergel al Vecino y que permitía además ingresar desde San Blas en auto al centro de la urbe y hacia el este a la avenida González Suárez. Al sur, se avanzaba por la avenida Loja, mientras que, por la orilla sur del Tomebamba, la avenida Chile no llegaba sino hasta El Vergel.
Coincidimos con Diego Arteaga en que posiblemente los artesanos del hierro se asentaron en la calle de Las Herrerías entre las décadas de los veinte o los treinta del siglo pasado. Es más, algunos herreros consultados estiman la estadía de gentes de su oficio en el lugar entre 80 años, aproximadamente. En 1926 Remigio Crespo Toral describe poéticamente una de las entradas a la ciudad:

Quien sale del cantón Gualaceo, pasa por Santa Ana y contempla el pueblo de El Valle, de tierra ubérrima, de colinas de mínima pendiente, nutridas de mies, laboradas hasta el rincón de la cerca, y descendiendo por el Mal paso y Gapal, penetra en el valle de Cuenca por Chaguarchimbana y el Puente del Inca, se asombra ante la linda avenida Chile, las arboledas de El Vergel y la barranca pintoresca de la ciudadela donde se levantó el antiguo palacio de Pumapungo. En marcha por la avenida avanza a Todos Santos, a su alto puente y penetra en la ciudad vieja por la antigua Calle larga, en la que perduran algunas casas de la última etapa colonial. (Crespo Toral, 1926, p.91-92)


Aún mantengo vivos los recuerdos de mi lejana niñez cuando a Cuenca se ingresaba por esa ruta a caballo o a lomo de mula. Especialmente jueves y domingos, se observaba llegar, por el antiguo puente, a los campesinos del suroriente, jinetes en sus acémilas o transportando en ellas sus productos hasta las casas de la última etapa colonial situadas hasta ahora en la Calle Larga, diagonal al convento de Todos Santos, tal como expresa el poeta. Los jinetes debían pasar, tanto a la llegada como al regreso, por lo que hoy conocemos como Las Herrerías y, al paso, debían cumplir con el herraje y más cuidados de sus caballerías o sus bestias de carga. En fin, con este breve esbozo tratamos de analizar cómo las antiguas entradas a la ciudad en acémilas fueron sustituyéndose con el uso de los automotores.
La organización social
A fin de tratar este acápite tendremos que realizar un somero análisis a la evolución de la sociedad nacional, en la que, como consecuencia lógica, estaba inmersa la sociedad regional desde sus inicios coloniales hasta nuestros días.
En primer lugar, recordemos que la sociedad colonial se fundamentó sobre tres grandes grupos étnicos: peninsulares, indígenas y africanos que dieron paso a una sociedad de castas, variopinta y más o menos cerrada, compuesta por blancos, mestizos, indígenas, zambos y mulatos, quienes ocupaban un lugar en la sociedad en consonancia con su origen racial y las funciones que desempeñaban y de acuerdo con su acceso a las fuerzas productivas y los medios de producción. Un grupo controlaba las funciones gubernamentales, administrativas, la iglesia, el ejército y otras funciones sociales; ejercían también el control de la tenencia de la tierra, el comercio y la minería. Las demás castas constituían los pies y las manos de esta pirámide social; es decir, desempañaban los trabajos más rudos y menos remunerados de la sociedad.
Según Juan de Velasco, el vecindario de Cuenca –calculado en 40 mil almas en 1757– “se puede dividir en tres partes desiguales: la una, menor de todas, de españoles, entre nobles, ciudadanos y de baja esfera; la otra, mayor, de mestizos, entrando en ella tal cual negro y sus razas; y la otra, igual o mayor, de Indianos. Aunque hay bastantes familias nobles, mas no tantas cuantas correspondían a una ciudad tan populosa” (Velasco, [1789], p.79).
Con el advenimiento de la vida republicana y hasta finales del siglo XIX la situación social se mantuvo, con ligeras variantes, tal cual como se estructuró en el régimen colonial. A partir de la separación de la Gran Colombia en 1830 en el país se consolidó lo que Ayala Mora define como régimen criollo. Posteriormente, sobre todo a raíz de la Revolución Liberal de 1895, en el país se estructuraría el proyecto mestizo, en el cual se produjeron sustanciales transformaciones en los regímenes político, social, económico y cultural, aunque en algunos aspectos, como el de la tenencia de la tierra y ciertas relaciones de producción, se mantuvieron intocados. A partir de 1960 el país entró en una nueva tónica, una mayor inserción en el régimen capitalista que llevó a una modificación radical en la estructura social hacia la sociedad de clases superando la vieja estratificación colonial. Así nos encontraríamos en la actualidad, en consonancia con la propuesta de Ayala Mora, en el período y proyecto social de la diversidad. (2008, p.95).
Ahora bien, es preciso volver en torno a la traza urbana de la ciudad de Cuenca y la distribución de la población a raíz de la fundación de la urbe en 1557. En grandes rasgos recordemos que los vecinos fueron asentándose en la ciudad en concordancia con su origen y su categoría social: los fundadores en las cercanías de la Plaza Mayor junto a los solares dedicados al culto y la administración regional; los artesanos, especialmente quienes ejercían oficios traídos por los conquistadores, pensemos en los joyeros, por ejemplo, dentro de la traza urbana; los otros al lado de molinos o en sitios donde se encontraba la materia prima, así, olleros y tejeros o los herradores-herreros se ubicaron por donde se ingresaba a la ciudad o se salía de ella, San Blas, San Sebastián y acaso  el Vergel, en torno al Camino Real o Camino a Loja. Mas la ciudad no se quedó en sus dos o tres cuadras, alrededor de la Plaza Central, sino que fue ampliándose a otros sitios y lugares fuera de ella con el pasar de los años.
Hacia la segunda mitad del siglo XVIII el Padre Juan de Velasco escribe:

No hay ciudad en el Reino, que tenga los propios, o rentas del público tan crecidas como esta. Es la razón porque, además de las que ya tenía, fue vendiendo a pedazos, todo el gran ejido común, que tenía a la otra banda del río. Se ha reducido por eso a otra nueva ciudad, que suelen darse el nombre de Jamaica, según está llena de huertos, jardines y caserías. El año de 1754, hallándose en Cuenca el Obispo de Quito, mandó a hacer la numeración de las personas que allí habitaban de firme, y pasaron de 4 mil, sin más pasto espiritual que de un sustituto del cura que iba tal vez; por lo que se trató de darles un párroco propio. (Velasco, [1789], p.79)

Ahora bien, “en el año de 1751 a solicitud del Cabildo de la Ciudad, el Ilmo. Obispo de Quito Dr. Juan Víctor Polo del Águila, que se hallaba de visita en la ciudad, instituyó canónicamente la parroquia de San Roque, dándole como patrono titular al Santo del mismo nombre” (Jaramillo y otros, 1974, p.24). No hay acuerdo entre las fechas señaladas por Velasco y Jaramillo.
La parroquia eclesiástica de San Roque para la época ocupaba prácticamente toda la extensión del Ejido sur de la ciudad ya que limitaba por el norte con el río Matadero, por el sur el río Yanuncay, la parroquia de Baños hacia el occidente y El Valle por el oriente. En su jurisdicción se levantaban algunos santuarios, entre ellos la capilla de El Vergel, en torno de los cuales se fue ubicando población campesina, quizás mestizos e indígenas y también terratenientes poseedores de quintas, cuadras y una que otra hacienda. Pablo Estrella Vintimilla dice, en referencia al antiguo San Roque: “Los indios la habitaban mayoritariamente. Hacia el año 1832, en este sector –denominado San Marcos por ese entonces- existía un predominio de cuadras y quintas, con propietarios que en su mayor parte eran agricultores” (Estrella V., 1992, p.53). 
Conforme fueron urbanizándose las tierras ejidales la zona pasaban a ser habitada por miembros de la clase media y artesanos. Desde la Colonia estas tierras fueron arrendadas y en otras ocasiones vendidas, como testifica el P.Juan de Velasco, a fin de fortalecer las cajas de propios, lo que vale decir, el presupuesto municipal. Con el advenimiento de la República al parecer se continuó con esta política y, según Estrella “hacia 1905, los arrendatarios de los terrenos municipales de esa zona tuvieron la oportunidad de adquirirlos a precios módicos, gracias a una ordenanza dictada ese año por parte del Cabildo” (1992). Al parecer a partir de esta fecha el barrio de herradores-herreros fue consolidándose, ya que la seguridad de los artesanos de contar con el solar propio les llevó a levantar o mejorar sus casas de habitación y sus talleres artesanales, como anota Estrella Vintimilla.
El régimen político y espiritual
Desde 1982 el cantón Cuenca estuvo dividido en 15 parroquias urbanas, a raíz de una reforma que se realizó a la ordenanza municipal. Sin embargo, el 31 de julio de 2001, a fin de crear la parroquia Hermano Miguel, segregándola de El Vecino, se reformó la ordenanza. Cabe indicar que, en la ordenanza previa, esto es la de 1982, ya constaba la parroquia Huayna Cápac
En la de jurisdicción de la parroquia urbana Huayna Cápac se conjuga la existencia de varios barrios, algunos de vieja data, como El Vergel, que a su vez abarca a la parroquia eclesiástica del mismo nombre, cuya inauguración, según datos constantes en la tesis de Jaramillo y otros, se realizó el 8 de diciembre de 1961. Este dato es confirmado por el actual párroco Joaquín M. Calle, quien indica además que la parroquia fue creada por Ilustrísimo Obispo Manuel de Jesús Serrano A.
Según el censo realizado en el 2010 la parroquia Huayna Cápac tiene una población total de 16.262 habitantes, 8.645 mujeres y 7.617 varones, en una superficie de 4.8 Km2. Constaban 4.457 viviendas como ocupadas, con una densidad poblacional de 3.409 habitantes por Km2. Habitaban en ella 3 mujeres que superaban los 100 años, 7 varones entre los 95 y los 99 años y 6 mujeres de igual edad, mientras se registraron 143 niños menores de un año y 125 niñas. La mayoría de la población oscilaba entre los 5 y los 39 años.
Pero el barrio de El Vergel constituye una de las más antiguas y tradicionales agrupaciones ciudadanas de la urbe. Como se había anotado, la ermita de El Vergel formaba parte de la parroquia eclesiástica de San Roque en el siglo XVIII. En la centuria siguiente el Padre Julio María Matovelle mandó a construir una capilla a la vera del río Tomebamba en donde puso a la veneración de los fieles la imagen que había encontrado en Eslovenia que decía “Nuestra Señora Morlaca, patrona de los eslavos” y el cuidado espiritual de los vecinos a cargo de los sacerdotes Oblatos hasta 1961 (Guzmán y Ulloa, 2008, p.71).
Esta capilla debió ser la que fue arrasada por las aguas tormentosas del río Tomebamba en la creciente de 1950. Así, la crónica relata que las turbulentas aguas arrasaron con la Capilla de Santa María de El Vergel y con el puente aledaño, denominado también Inga chaca –puente del Inca. Se trató de una creciente nunca vista antes, ni después, de aquella noche del 3 de abril de 1950. 
Las urgencias espirituales de los vecinos no esperaron a que pasara mucho tiempo, ni siquiera que se iniciaran o concluyeran las obras de readecuación del río, planificadas por la Ilustre Municipalidad, ni que se repararan del todo los desastres que causó la creciente, cuando el  6 de junio de 1950, a cortos dos meses de la tragedia –consta en acta de la sesión de esa fecha­–  el Comité de Reconstrucción de la Capilla de El Vergel solicitó que el Ilustre Concejo le conceda la superficie de 30 metros de longitud por 16 metros de latitud, contiguo a la quinta del Señor concejal Gerardo Serrano Ledesma para construir la capilla de El Vergel, conceptuándose ese lugar por el más apropiado por razones urbanísticas y de ornato.

Manifestaba el doctor Luis Cordero C., vicepresidente del cabildo, que algunos de los vecinos se hallaban empeñados en que la capilla se construya en el sitio donado por la señora Magdalena Montesinos y otros en el sitio destinado para el ‘Parque Farfán.’ Acotaba, además, que “los señores Farfán cuando realizaron la donación hicieron constar que esos terrenos se destinaban únicamente para parque, al ser así y si nosotros damos una parte de esos terrenos para dicha construcción tal vez ellos puedan reclamar”. Sin embargo, al parecer nadie reclamó, ni dijo nada, porque la resolución última del Ilustre Concejo Municipal fue que “si el ensanchamiento del río Tomebamba deja el suficiente espacio, se levante la capilla en el sitio indicado por los moradores,” y ahí ha estado, mirando pasar el tiempo, las restauraciones, las fiestas de la parroquia, las agresiones de los desalmados, las misas de bautizo, matrimonio y defunción y más auxilios espirituales impartidos por los padres Oblatos hasta 1961. Luego vendrían otros párrocos, entre ellos recordamos al padre Efrén Ordóñez, por su especial don de gentes y su servicio cristiano.

La plazoleta se extendió por el espacio que debía ser el ‘Parque Farfán,’ mientras que la capilla con su peculiar estilo de las misiones coloniales de California se levantó en el sitio donado por los esposos Felipe Roldán Valencia y Zoila Garcés Valencia, y se completó así el conjunto arquitectónico al cual la tradición y la ciudadanía le ha consagrado como la Plazoleta y el templo de Santa María de El Vergel (Carrasco V., 2015, p.164).

Expresiones culturales
La palabra cultura es un término polisémico que abarca un amplísimo espectro de las actividades humanas, desde el arte culinario hasta la creación pictórica, por poner algunos ejemplos. La especie humana es, por otra parte, la única entre los seres vivos, capaz de gestar cultura y su ámbito abarca prácticamente a todo su quehacer.
Desde este punto de vista resulta muy difícil abarcar todo el quehacer cultural de un pueblo, de una región o localidad por lo que siempre se impone la descripción y el análisis selectivo. En torno a Las Herrerías vamos a encontrar un amplio panorama cultural: instituciones educativas, talleres artesanales, fiestas y ritos sociales, en fin, una amplia gama. Sin embargo, es necesario precisar algunos aspectos temáticos, para lo que debemos concentrar nuestra atención, por ejemplo, en la Casa de Chaguarchimbana y en la fundación Paul Rivet. O acaso, en el Centro Cultural Quinta Bolívar, en la vera opuesta del río Yanuncay.
El inmueble conocido como la Casa de Chaguarchimbana, también denominado la Quinta de El Vergel o Quinta de El Paraíso, es una construcción rural que data de la segunda mitad del siglo XIX. Desde la primera mitad del siglo decimonónico el predio estuvo en poder de la familia Valdivieso, notables terratenientes de la época. Al parecer la casa fue planificada como quinta vacacional o residencia temporal del doctor Antonio Valdivieso, a la sazón dueño de la propiedad, hacia el año 1870. López Monsalve la ha presentado así: “La estructura general se planificó en dos plantas, y además con tres pisos y mirador en la parte central de la fachada norte, la cual mira al Barrio de las Herrerías y a la ciudad. La construcción y decoración de algunos cuartos de la primera crujía terminó solamente en los primeros años del siglo XX” (2003, p.187).
Se ha definido al inmueble como Casa Quinta por ciertas características semi rurales de su arquitectura pues ‘pretende buscar una nueva identidad,’ puesto que a partir de una tipología de vivienda rural se incorporan a este conjunto elementos propios de la arquitectura urbana, para crear así una suerte de estilo de transición entre la ciudad y el campo determinada por la posición económica de sus propietarios, por su ubicación en la zona periférica de la ciudad y por la función que se asignaba a este tipo de propiedades y viviendas dentro de la zonificación de la ciudad, según el criterio de Pablo Estrella V. (1992). La casa se construyó con materiales de la zona al uso en la época, otros importados de Europa y algunos elaborados por los artesanos del lugar.
Así como otras propiedades en Cuenca, la Casa de Chaguarchimbana pasó por herencia a manos de la señorita Florencia Astudillo Valdivieso, quien se comprometió a donar algunos de sus bienes a órdenes religiosas y otras instituciones de beneficio social. En 1957 los albaceas concretaron la entrega de esta casa al Asilo de Ancianos de Cristo Rey. Más tarde el Municipio de Cuenca compró la casa que en 1988 pasó a ser ocupada mediante comodato por la Fundación Paul Rivet, a fin de que se mantenga en ella el Museo de la Cerámica.
La Quinta Bolívar se localiza en la margen sur del río Yanuncay en el sector de Gapal, antaño conocido también como Chaguarchimbana.[2] Aquella siempre fue una zona importante para la ciudad, no sólo por sus buenas posibilidades agrícolas sino también porque pasaba por allí el Camino Real y era una de las principales entradas a la urbe. Los estudios realizados en fuentes primarias, bibliográficas, orales y visuales revelan que la actual ‘Quinta Bolívar’ es una construcción de mediados del siglo XIX, muestra de arquitectura rural de estilo ecléctico, al igual que la Casa de Chaguarchimbana. Esta reúne elementos modernos con materiales tradicionales y como tal tiene valor arquitectónico, convirtiéndose en testimonio de una época a más de poseer innegable valor simbólico por ser un referente que nos recuerda al Libertador, sus ideales y nuestro proceso independentista. Al parecer la actual quinta fue levantada en el mismo sitio en donde se edificó la casa original que fue una construcción colonial rural con la presencia de interesantes elementos urbanos. Su arquitectura la revelaba como una propiedad señorial, sitio escogido por Simón Bolívar durante su visita a la ciudad en 1822 para poder alejarse de la urbe y así facilitar su trabajo.
Su adaptación como Centro Cultural especializado en la vida y en el pensamiento de Simón Bolívar permitió establecer un museo, una biblioteca y equipar áreas administrativas y de servicios para brindar una eficaz atención al público. El área de biblioteca funciona en la planta baja por el peso que representan los libros, mientras que el museo con sus salas de exposición está ubicado tanto en la planta alta como en la planta baja, las galerías alrededor del patio se utilizan también para áreas de lectura y esparcimiento. La biblioteca tiene una capacidad para guardar información análoga y virtual: cinco mil libros y cinco mil discos compactos, una Sala de Uso Múltiple con capacidad para sesenta personas que cumple varias funciones como sala de reuniones, conferencias, talleres y está acondicionada además para servir como Videoteca y Musicoteca.
Valoración patrimonial
Según Rodrigo López Monsalve, la declaratoria de Cuenca como Patrimonio Cultural de la Humanidad, realizada por la UNESCO en diciembre de 1999, reconoció un conjunto cultural que abarca: a) el Centro Histórico, donde se fundó la ciudad colonial en 1557, en la antigua Paucarbamba; b) el área arqueológica, vestigios de una ciudad o asiento prehispánico, denominado Tomebamba, luego Tambos Reales y hoy Pumapungo, y c) las áreas especiales: la avenida Loja, la calle Rafael María Arízaga y la calle de las Herrerías.
A nuestro criterio dos son las razones para haber incluido a Las Herrerías dentro de las áreas declaradas Patrimonio Cultural de la Humanidad: a) el conjunto arquitectónico que gira en torno a la Casa de Chaguarchimbana del que forman parte casitas de la calle homónima, construcciones de adobe y bahareque, la mayoría de ellas de un solo piso, posiblemente levantadas a inicios del siglo pasado, y b) la presencia de ‘artesanos de la tierra y el fuego,’ ceramistas, en la Fundación Paul Rivet y herreros.
Según Martha E. Guzmán R. y Cecilia K. Ulloa R. (2008, p.72) hasta la década de los sesenta del pasado siglo, la calle que hasta entonces se denominaba Antonio Valdivieso, presentaba un paisaje peculiar pues estaba empedrada y dos acequias de regadío corrían a su lado. Recordemos que las artesanías del hierro requieren agua abundante para su trabajo. En esas fechas se suprimieron los soportales de las casas, a fin de lograr mayor amplitud de la calzada, se rellenaron las acequias y se construyó una vía carrozable. En 1974 la calle pasó a llamarse Las Herrerías en homenaje a los artesanos del hierro.
Las casas en su mayoría eran de una planta con soportales con poyos, estaban construidas en adobe y bahareque, cubiertas de teja, en la cumbrera no falta la cruz de hierro. En la década de los sesenta del siglo pasado, nos dicen Guzmán y Ulloa se produjo en Cuenca un proceso de desarrollo urbano que influyó decididamente en la fisonomía de este tradicional barrio artesanal (2008, p.73). En un buen número de las casas se realizaron reformas sustanciales, se eliminaron los soportales como se ha dicho, se ampliaron las fachadas, a la vez que se empleó ladrillo y cemento para las modificaciones, de tal manera que la calle adquirió la presencia urbana que se observa hoy: casas de uno o dos pisos, cubiertas de teja, fachada de adobe o ladrillo, en fin, aspectos que caracterizan a la calle, ya que en el resto de El Vergel la arquitectura ha cambiado significativamente. 
Los artesanos del hierro, herradores y herreros, entre otros, al parecer desde la época colonial, no tuvieron caracteres distintivos y a todos se les aplicaba el apelativo de herreros, como lo hemos visto. Por otro lado, es imprecisa la ubicación de este gremio, desde la época colonial, en el sitio que hoy ocupan en el conglomerado de El Vergel. Sea de ello lo que fuese, “ahí están desde hace años” y con su presencia ha contribuido a la caracterización socio-cultural de su entorno, de tal manera que hoy se puede ya registrar a personas y familias que se han dedicado a esta artesanía, dándole un carácter de larga duración y no meramente coyuntural, a la presencia de herreros en Las Herrerías.
Ahora bien, aunque al parecer la primordial actividad de estos artesanos era herrar y cuidar a las acémilas, a la par que confeccionaban distintos utensilios de labranza para el campo y otros objetos utilitarios para las viviendas, con el paso de los años, esta labor artesanal fue perdiendo ciertas líneas de actividad, como es la de herrar, al tiempo que incorporaban otras, como la confección de objetos rituales y simbólicos –cruces para las cumbreras– y variados objetos para la decoración  y arreglo de las viviendas, creando en muchos casos  verdaderas tradiciones artesanales que han ido pasando de generación a generación. 
Son proverbiales los nombres de Manuel y Agustín Quezada, de Luis y Manuel Maldonado, de Manuel Guerra y Cirilo Picón, entre los de antaño. Quedaban en el barrio, según Guzmán y Ulloa en el 2008: 14 talleres, de los cuales cinco estaban aún vinculados con la elaboración de objetos de manera totalmente artesanal (2008, p.77). En la actualidad el número de artesanos no ha variado sustancialmente, sin embargo, hay que anotar que existen ahora mujeres dedicadas al oficio y en algún taller se alterna la confección de objetos de hierro con la preparación de bocaditos tradicionales como tamales, chumales y quimbolitos, mientras existen, independientemente de los talleres, alrededor de tres restaurantes y cafés, actividades que a la postre pueden desvirtuar el carácter tradicional de Las Herrerías.
Si bien, la labor artesanal de herradores y herreros se ha mantenido en la ciudad prácticamente desde los años coloniales, ha estado sujeta a ciertas variaciones y modificaciones sobre todo en lo que se refiere a materia prima. Antaño se utilizaba hierro traído desde España, luego se adoptó el trabajo a la reutilización de chatarra, para finalmente hoy adquirir varillas y planchas de hierro en los diversos almacenes de la ciudad. 
Por el lapso de algunas décadas las artesanías, en especial las de hierro, atravesaron por una etapa de crisis debido a algunos factores, tales como la competencia industrial y la comercialización de los productos artesanales. No disponían de locales adecuados para la venta, a la par que se registró la intervención de intermediarios, lo que encareció el producto para el consumidor. También afectó al trabajo de los herreros el elevado costo de la materia prima. En fin, fueron una serie de factores que quizás determinaron que los artesanos buscaran otras actividades acaso más lucrativas. Finalmente, muchos herreros alternan su arte con trabajos de metalmecánica, como la elaboración de ventanas, puertas y pasamanos.
Así mismo, la artesanía tradicional está siendo sustituida por elementos y herramientas modernas como el sistema de encendido de las fraguas, la utilización de la suelda autógena y otros que están llevando a una práctica desaparición de la artesanía tradicional y, lo que es más grave todavía, el oficio ya no es rentable y no “deja para vivir” como han manifestado algunos maestros entrevistados. Sin embargo, ellos “tratan de mantener la herrería por el significado que tiene como un arte heredado, pero no saben si sus descendientes continuarán en las labores del hierro, ya que por un lado, la industria, con sus nuevas profesiones, va ganando terreno y por otro, es un oficio en donde el sacrificio y el costo de la producción, son elevados, y no siempre hay quien reconozca el esfuerzo” (Guzmán R. y Ulloa R., 2008, p.79).
Las nuevas generaciones están optando por profesiones universitarias, de institutos superiores y otros centros educativos que ofrecen nuevas oportunidades que aparentemente parecen menos sacrificadas y mucho más rentables, por lo que al parecer la artesanía del hierro se considera como un trabajo ingrato que requiere ganas, decisión y sobre todo inspiración, pues la tarea del herrero está entrañablemente vinculada a la cultura e inspiración artística, lejos de los condicionamientos mecánicos y más cercana a la transcendencia vital del espíritu.
Cuenca, julio de 2013.



[1] Según Paniagua y Truhan los artesanos del sector metal obedecen a denominaciones muy variadas: herradores, herreros, fundidores, paileros, latoneros, espaderos, plateros y batihojas; el herrador sería el artesano dedicado a herrar las caballerías, fabricar los herrajes y otros trabajos que tenían que ver con la albeitería –cuidado de Las cabalgaduras-; mientras que el herrero implica una dedicación, en sentido amplio, a los trabajos relacionados con el hierro. Véase: Jesús Paniagua P.y Deborah L. Truhan, Oficio y Actividad Paragremial en la Real Audiencia de Quito (1557-1730). El Corregimiento de Cuenca, 2003.
[2] Al parecer se denominaba Chaguarchimbana una zona más amplia, ubicada entre la actual casa donde funcionaba la Fundación Paul Rivet y la otra banda opuesta del río Yanuncay.

No hay comentarios:

Publicar un comentario