EN
EL CENTENARIO DEL ASESINATO DE DON ELOY ALFARO DELGADO
Mayo
28 de 1912-2012
Manuel
Carrasco Vintimilla
1.-
La hoguera bárbara
A
través de los títulos de tres novelas,
que a su vez constituyen sendas metáforas, pretendemos realizar un somero
estudio analítico-interpretativo de los hechos que giran en torno al asesinato
de don Eloy Alfaro D., , de su hermano Medardo, su sobrino Flavio, los generales Manuel Serrano, Ulpiano Páez y el periodista coronel Luciano
Coral, el día domingo 28 de enero de 1912 en el Panóptico García Moreno, el
arrastre de sus cuerpos por la calles y la postrer incineración de los
cadáveres en la explana de El Ejido, al
norte de la capital, acto bárbaro, execrable que quedó prácticamente en la impunidad
jurídica. Resaltar, por otra parte, el drama y la paradoja, como señalara
Leopoldo Benites V. que caracteriza a nuestra historia a través de todos los
tiempos y que ha signado profundamente la figura de don Eloy, combatido,
perseguido, asesinado en 1912, reconocido en 2005, como el ecuatoriano más ilustre de todos los
tiempos.
Carolina
Larco Chacón, fundamentándose en el
criterio de Alfredo Pareja Diezcanseco, manifiesta: “se recuerda que, en 1919,
el fiscal en el juicio para identificar a autores, cómplices y encubridores,(del
asesinato) determinó en forma concluyente la responsabilidad del Estado….., no
obstante los crímenes quedaron en la impunidad”(1) .Sin embargo algunos escritores, entre los que destacamos a
José Peralta y a Alfredo Pareja Diezcanseco, han elevado los nombres de los
asesinos, cómplices y encubridores ante el tribunal de la Historia porque el
pueblo ecuatoriano no debe, no puede olvidar hechos y acontecimientos de
tal naturaleza, bajo el inquietante peligro de que la Historia se convierta en la repetición de los mismos sucesos protagonizados
por distintas personas en diversas épocas.
En
la introducción a la primera edición de “La Hoguera Bárbara” don Alfredo Pareja
Diezcanseco escribe: “No es, pues, debido sólo a la terrible muerte que Alfaro
y algunos de sus tenientes recibieran que he llamado a este libro “La Hoguera
Bárbara”. Hoguera fue por ancho tiempo toda la Patria, bárbaramente encendida
en luchas fratricidas” (2). Estamos de acuerdo con esta afirmación de Pareja
Diezcanseco, quizás la última gran llamarada de la patria ardió en la denominada Guerra de los Cuatro Días,
entre el 29 de agosto y el 1 de septiembre de 1932, tras la descalificación por
el Congreso de Neftalí Bonifaz, presidente electo, así mismo en tiempos
cruciales de nuestra historia republicana en los cuales se vivían los últimos
coletazos de la Revolución Juliana y se iniciaban los primeros días del
velasquismo populista, todo ello en medio de una lucha política a muerte entre
liberales y conservadores, a la par que se asistía al surgimiento de nuevas
fuerzas sociales y políticas.
Después
de los cuatro días de Quito no se han registrado enfrentamientos armados de
singular magnitud. Sin embargo, tenemos la percepción de que vivimos sobre los
rescoldos de esa inmensa hoguera a la que se refiere el historiador guayaquileño,
podríamos señalar muchos ejemplos de esta percepción en tiempos modernos y
contemporáneos de nuestra historia nacional pero rebasaríamos los objetivos del
presente estudio. Ojalá que no llegue a
cumplirse, en nuestro decurso temporal, con aquella máxima de la
sabiduría popular: carbón que ha sido brasa, con poca chispa se enciende y
podamos continuar en este ascendente proceso, de la barbarie a la civilización,
que nos ha traído hasta
las puertas del siglo este siglo
XXI.
2.- El general en su
laberinto
Plutarco, célebre
historiador griego del siglo I de nuestra era es autor de Vidas paralelas, una serie
de biografías de ilustres personajes griegos y romanos, agrupados en parejas a
fin de establecer una comparación entre figuras de una y de otra cultura
–griegos y romanos- , iniciando de esta
manera un género histórico-literario que, al parecer, según los datos de
internet, no tiene muchos cultores. Sin
embargo conviene decir que en la historia es posible registrar estas vidas paralelas de
hombres que, a lo mejor viviendo en una misma época o acaso separados por la
geografía y el tiempo, han seguido derroteros históricos más o menos semejantes.
En América Latina podrían encontrarse algunas
vidas paralelas. Para fines de este estudio pensamos que hay cierta afinidad
entre Simón Bolívar y don Eloy Alfaro Delgado, ambos, quizás sólo al final de
sus vidas, perdidos en inextricables laberintos de angustia, soledad y
desesperanza, camino a una muerte inexorable.
Como sabemos, Gabriel
García Márquez es autor de la novela histórica “El general en su laberinto”
obra en la que narra el último nostálgico viaje
del Libertador por el río Magdalena, en
el que vuelve a visitar ciudades en sus orillas donde revive sus triunfos, sus
pasiones y las traiciones de toda una vida. Valiéndonos del símil propuesto
procuraremos evocar y reflexionar en torno al último viaje del Viejo Luchador,
entre la estación del ferrocarril de Durán, Guayas, y Chimbacalle en Quito, entre la noche del 25
y el medio día del 28 de Enero de 1912.
A igual
que Bolívar Alfaro es un militar cuyos galones y grados fueron conquistados en
los campos de batalla. Ambos procuraron cambiar y modificar las circunstancias
sociales e históricas de sus pueblos. De Alfaro, dice José Peralta, que fue el
regenerador de la patria, un militar que con la fuerza de las armas tomó el
poder a fin de trasformar las caducas estructuras que habían venido
conformándose quizás desde 1830, los ya viejos ideales de libertad, igualdad,
fraternidad, de derechos y deberes, en fin de lo que hoy entendemos por
democracia. Era un militar que anhelaba encausar al país por sendas
democráticas y pensaba que el sucesor de él tenía que ser un civil y al no
encontrarlo optaba por un militar y si este fallaba, otro civil; y al sospechar
o constatar que sus sucesores no se encaminaban por los cauces radicales,
emprendía de nuevo la lucha armada a fin de buscar la realización de su
ideales, es decir, un laberinto político sin salida posible.
Al
respecto, José Peralta, que estuvo muy cercano a Alfaro, y que quizás fue el
que mejor conoció al líder radical, afirma “Este error capital y de
consecuencias funestas para sí mismo y para el país, lo cometió Alfaro por dos
veces, en la designación de sus sucesores. Lo vimos vacilar mucho tiempo ante
este grave problema político en ambas ocasiones que tuvo que resolverlo; pues
conocía que del acierto en la resolución, dependía la vida o la muerte del
radicalismo ecuatoriano. El temor de que no se continuara con eficacia la obra
de redención, comenzada el 5 de junio de 1895; de que se imprimiera otro rumbo
a la política regeneradora, llegándose tal vez a traicionar de alguna manera a
la causa del pueblo, lo atormentaba atrozmente y sostenía sus vacilaciones”.
(3)
Venció a
sus más recios opositores políticos, los conservadores. Sin embargo, una vez
vencidos, aplicó la política de perdón y
olvido, sin comprender acaso que sus enemigos no podían aceptar ni practicar
estos gestos de, diríamos, generosidad política, concedidos por él, el líder radical, que estaba destruyendo el mundo de ellos para
construir otro diverso, y eso no tiene ni perdón, ni olvido. Es decir, otra
maraña política difícil.
En fin
podríamos poner, uno que otro ejemplo
más de estos laberintos existenciales en los que se perdió Alfaro,
especialmente en sus últimos años de vida. Ahora tan sólo queremos hacer
referencia a dos circunstancias más, que abonarían a favor de nuestra tesis, y
que marcarían aún más el drama y la paradoja de su heroica existencia. Las modernas
armas del ejército regular que venció en
las batallas de Huigra, Naranjito, y Yaguachi fueron adquiridas por don Eloy en
1910 a fin de enfrentar al Perú en el conflicto limítrofe de entonces. Y, el
tren en el cual le transportaban ahora prisionero, vencido y humillado fue su
magna obra vial que logró integrar las dos regiones y las dos ciudades más
importantes de la época, La Costa y la Sierra, Guayaquil y Quito.
3.- Crónica de una
muerte anunciada:
Quienes estudiamos
historia, sabemos que sus procesos no dependen únicamente de la voluntad de los
hombres, que en su entramado encontramos diversas estructuras y condiciones, el
tiempo, la economía y la política, el
soporte social, en fin, toda una gama de circunstancias que van delineando y
constituyendo el devenir de una
comunidad humana. Y, en lo que respecta al tiempo, debemos decir que el tiempo
histórico se diferencia del tiempo de los físicos y los filósofos, éste está ahí, imperturbable, eterno, mientras que aquel
se va constituyendo por todas aquellas estructuras que conforman el cuerpo
social de una comunidad. Pienso que el tiempo no pasa, como solemos decir, si
no que los hombres pasamos por él, en el caso del tiempo histórico, lo vamos
construyendo y constituyendo como si dijéramos a nuestra imagen y semejanza.
Los hombres no somos hijos de nuestro tiempo, somos actores en el tiempo histórico. Todo esto para tratar
de comprender a Alfaro y a los hombres de su época, para tratar de comprender y
explicar su accionar histórico y su
terrible muerte y quizás también explicar y comprender el accionar de
sus victimarios.
Partamos de una premisa
inicial: en los tiempos de Alfaro el país se encontraba en un proceso de
transición, no solamente de un siglo que moría a otro que nacía. El país se encontraba en una
encrucijada de un tipo o modo de producción destinado a la subsistencia a otro
que le catapultaba a la exportación, al crecimiento y fortalecimientos del
mercado interno y a la vinculación con los mercados externos. Entonces, el
acomodo a nuevas situaciones no era fácil, se constituía un tiempo social, vale
decir histórico, extraño y conflictivo. Un tipo social de hombres lo arriesgaba
todo a fin de constituir un nuevo mundo,
otro, luchaba por mantenerlo o conservarlo, no sé si esto es dialéctico,
pero así estaba el mundo ecuatoriano a fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Era pues, un jugarse a todo o nada. Si contamos los años entre el asesinato de
Gabriel García Moreno y el arrastre de los Alfaro, tenemos algo así como 37 de
luchas políticas y sociales, de acelerados procesos a partir de 1895, que de
alguna manera eran percibidos como
tiempos de zozobra e inquietud por buena parte de la población quizás ajena a
las lides políticas y a los enfrentamientos militares.
Por otra parte, el partido
liberal revolucionario tras el triunfo en la guerra civil se fisuró en dos
alas: la radical, liderada por Alfaro y la conciliadora de Leonidas Plaza Gutiérrez,
a lo que habría que agregar a los conservadores vencidos en la contienda civil
e incluso dentro del radicalismo encontramos tendencias lideradas por uno u
otro teniente de Alfaro, como es el caso de su sobrino Flavio. Y en este
ambiente todos o casi todos, líderes civiles y caudillos militares aspiraban
captar el poder político a fin de imponer sus intereses de clase o grupo social
y, como ya hemos visto, en medio de todos estos conflictos don Eloy Alfaro con
sus dudas y cavilaciones políticas fue creándose, en el imaginario colectivo, una imagen de líder ambicioso que deseaba el
poder por el poder, que era el causante de las guerras civiles, en suma del
desangre que afectaba al país ya por muchos años. Esta fue la imagen que sus
enemigos políticos vendieron, como se dice ahora, a los ecuatorianos de ese
entonces y hacia 1911, ya no era el líder que convocaba multitudes y despertaba
esperanzas y anhelos sociales. Recordemos que Alfaro es uno de los políticos
con mayor presencia en la historia del Ecuador, su primera insurgencia que
registra en las décadas de los sesenta del siglo XIX contra el Gobierno de
García Moreno, enfrentará A Veintimilla, a Caamaño, en fin, tras su triunfo en
1895, prácticamente dejará sentir su influencia hasta el año de su muerte.
Acaso, esta
circunstancia, unida a las que tan brevemente hemos examinado con anterioridad,
influyeron en el ánimo de sus rivales políticos para conspirar en su contra y
llevarles a pensar en recurrir al crimen
político como solución para los supuestos males que su presencia y la de sus
correligionarios causaban al país. Porque, los crimines de enero de 1912 no se fraguaron a raíz de la muerte de
Estrada y la insurgencias de Montero y Flavio Alfaro en diciembre del indicado
año. Al parecer nos enfrentamos con la crónica de una muerte anunciada.
Si hemos de creer a
Peralta “El desaparecimiento de Alfaro y de su partido era ansiado por el
tradicionalismo católico, ya que había declarado lícito eliminar al tirano; y
por el placismo anarquizador, para quien la mejor y más fácil solución política
es el puñal asesino”, (4) presupuesto que se divulgaba a través de la prensa de
cada bando y era predicado por uno que
otro clérigo en el púlpito.
Fundamentándose en un escrito de Manuel J. Calle en el Grito del Pueblo,
publicado hacia 1915, Peralta sostiene que Leonidas Plaza G. había dispuesto
fusilar o ahorcar al Viejo Luchador, hacia 1904. El mismo Alfaro estaba
persuadido de su fin trágico, conocedor del odio y la animadversión de sus
enemigos.
Me asesinarán –repetía
con frecuencia y con la mayor serenidad y calma- pero mi sangre ahogará a mis
asesinos y consolidará al liberalismo en el Ecuador, se le escuchaba decir,
según el testimonio de Peralta.
Pero, la prueba más
cruda de esta crónica de la muerte
anunciada constituye una carta que Miguel Valverde dirige a un amigo de apellido Mera: “Hay
medidas dolorosas que se imponen desgraciadamente como remedios únicos para
extirpar lo que reputamos males graves y llagas cancerosas de las sociedades
humanas. Horrible pero necesaria para la noble causa de la independencia de
Colombia, fue la matanza de prisioneros indefensos en Puerto Cabello, ordenada
por la energía libertadora de Bolívar; trágica y terrible, pero necesaria, fue la ejecución de los castigos nacionales
de Querétaro decretada por la autonomía de Méjico y sancionad por el presidente
Juárez; feroz, espantoso, salvaje, pero útil, pero necesario fue el
linchamiento de los hermanos Gutiérrez ejecutado por el pueblo de Lima, triste,
muy triste, pero indispensable para la vida misma de la nación ecuatoriana,
será la ejecución del General Eloy Alfaro.- Que la fiera se defienda y que su
zarpazos hieran de muerte a todo el que la ataque, está bien; este es el derecho
de la fiera; pero los sobrevivientes tenemos, no el derecho, sino el deber de
matarla.- Así, una transacción en estos momentos sería no solamente una cobarde
abdicación: equivaldría a un suicidio. Este hombre, ese conspirador audaz, ese
rebelde, es más peligroso que una fiera. Suelto, seguirá conspirando,
encarcelado, seguirá conspirando, desterrado, continuará conspirando. Hay que
matarlo para seguridad de la República”. (5)
A esta lapidaria carta
habría que agregar las frases del Ministro Díaz, pronunciadas a raíz de los
sucesos del 11 de Agosto de 1911: “Los Alfaros son imposibles, si ellos
intentan regresar, los liberales, los radicales y conservadores, nos uniríamos
con el gran pueblo para rechazarlos o incinerarlos si cayeran presos”. (6)
Pruebas claras, contundentes de esta desgraciada crónica de una muerte anunciada.
Marzo de 2012.
BIBLIOGRAFÍA:
1.
Larco Chacón, Carolina, Del olvido a la
impunidad de la masacre de 1912 a través de la Hoguera Bárbara, Kipus, 24, 2008
2.
Pareja Diezcanseco Alfredo, La Hoguera
Bárbara, Clásicos Ariel, s/f
3.
Peralta José, Eloy Alfaro y sus
Victimarios, Editorial Olimpo, 1951.
4.
(Ibíd.)
5.
(Ibíd.)
6.
(Ibíd.)
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