Los sueños de los muertos
Debía tener como unos ocho años. Esa mañana salimos con papá al corredor de la casa a limpiar las armas. Él vestía de caqui y jipijapa blanco con cintillo negro. Yo estaba envuelto en un poncho rojo con franjas azul marino. La luz solar se filtraba por entre las ramas de los altos y viejos eucaliptos del callejón de entrada a la casa grande, bailaba sobre la copa del viejo cedro del patio en donde se ensillaban las bestias. Arriba se oía el desgrane de los trinos, eran los jilgueros bulliciosos e inquietos que saltaban de rama en rama. Mamá, como siempre que nos encontrábamos en esa labor, se había refugiado en el patio de las gallinas y los patos.
Primero se limpiaban los rifles – un viejo mannlicher y el reluciente máuser corto- y las escopetas de caza –, una winchester preciosa y dos antiguas de chimenea, pero lo que en verdad me fascinaba era verle manipular el viejo, argentado Smith Wesson con el anagrama del abuelo burilado en uno de los costados.
Esa mañana me había puesto al frente de papá, contra la puerta de entrada a la jergueta, dormitorio de la abuela. Una vez terminada la limpieza, papá no sabía cómo su índice se deslizó hasta el gatillo del revólver y le apretó, tal vez empujado por el diablo, como decían las buenas gentes de la hacienda o acaso observó una basurita última en el sensible dispositivo del arma, en fin.
Fue cuestión de instantes, lo que dura el chasquido de los dedos –el mata piojito con el tonto bellaco- y mamá escuchó en su agitado y angustiado corazón el estampido del disparo. Papá se quedó lívido como una esperma, transparente del susto. No sé si la bala pasó a escasos centímetros de mi sien derecha o si el proyectil me atravesó el cráneo como un zambo tierno. No sé si los últimos sesenta años he vivido con este recuerdo o si estos últimos sesenta años sólo he soñado los sueños con los que sueñan los muertos, o ese disparo fue un pequeño agujero negro que me transportó a un universo paralelo. No sé.
Marzo 25-08
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