domingo, 22 de septiembre de 2013

EL DIA EN QUE LOS MORLACOS QUISIERON SER VASCOS

EL DÍA EN EL QUE LOS MORLACOS QUISIERON SER VASCOS
Quizás por falta de un conocimiento mayor de nuestra parte nos vamos a permitir afirmar que en la historiografía azuaya existe un notable vacío en torno a los siglos XIX y XX en lo que hace referencia al estudio de la historia secuencial y narrativa, ni se diga en lo que  atañe a las visiones interpretativas y analíticas, descontando, desde luego, escasos trabajos que han arrojado incipientes rayos de luz sobre este amplio panorama de dos siglos cuyo estudio se torna crucial para una mejor comprensión de nuestro pasado inmediato.
Revisando viejos papeles de la Hemeroteca Azuaya,  que reposan en los fondos documentales de la Biblioteca del Banco Central sucursal de Cuenca, utilizados para la elaboración de un trabajo sobre el Progresismo Azuayo,  inédito, por cierto,  nos  encontramos, con una verdadera joya de la crónica azuaya, según nuestro criterio,  escrita en el periódico La Voz del Azuay del 30 de septiembre de 1876 que deseamos compartirla con nuestros lectores en su prístina virginidad, no sin antes realizar la consiguiente y necesaria ubicación de los hechos en cuyo contexto se da  esta simpática producción periodística.
Gobernaba la república el Dr. Antonio Borrero Cortázar elegido presidente con un total de votos hasta entonces no visto en los actos electorales ecuatorianos, según Gabriel Cevallos G., quien acota además que fue el presidente que hasta ese momento había logrado una popularidad sin par, inaugurando lo que él llamaba, gobernar con riendas de seda, sin tomar en cuenta que su candidatura fue producto de una coalición de centristas con extremistas y que a la postre esta alianza iba a explosionar el momento menos pensado.(Cevallos García Gabriel, Historia del Ecuador, 1987)
En efecto, el 8 de septiembre de 1876 estalló en Guayaquil el golpe de estado encabezado por el general Ignacio de Veintemilla, quien había sido reincorporado al ejército a su retorno de un largo exilio en Europa, aprovechando su amistad con Ramón Borrero, hermano del presidente, logrando que se le designara Comandante General de la plaza de Guayaquil.
En el puerto principal develó una conspiración del general Secundino Darquea y de los Jefes 1° y 2° del Cuartel de Artillería, a quienes desterró a Lima. El presidente Borrero creyó que se trataba de una retaliación, pues Darquea había sido tildado de autor intelectual en el asesinato de José de Veintemilla, hermano de Ignacio,  y airadamente le mandó a decir a su Comandante General que el gobierno no estaba dispuesto a vengar agravios ajenos.
Veintemilla se indignó y desde entonces comenzó a conspirar con los jóvenes liberales Miguel Valverde, Marcos Alfaro y Nicolás Infante, que se sentían frustrados porque Borrero no derogaba la Constitución garciana o Carta Negra.
Ese día Veintemilla se había encerrado en el Cuartel con los batallones y la caballería. El Concejo Cantonal resolvió proclamarle  Jefe Supremo y General en Jefe de los ejércitos hasta que se convocara a una Convención Nacional Constituyente para que gobierne bajo los verdaderos principios de la causa liberal. También se acordó entregar el poder a Pedro Carbo,  por entonces en New York,  y el cambio de la bandera tricolor por la celeste y blanca de Guayaquil.
Ante los sucesos del 8 de septiembre los azuayos, indudablemente partidarios de Borrero,  reaccionaron como nos deja ver la crónica periodística que, con el título de EL AZUAY SOBRE LAS ARMAS se publica en el semanario La Voz del Azuay, el 30 de septiembre del indicado año. Cabe señalar que esta publicación corresponde a la segunda época del periódico, asoman como redactores y colaboradores Alberto Muñoz Vernaza, Juan de Dios Corral, Rafael Villagómez Borja, Tomás Abad, Julio Matovelle, José Rafael Arízaga y Mariano Borja.
La actitud bélica que ha asumido la provincia del Azuay con la noticia de la facción militar de Guayaquil, es un acontecimiento que nos llena de noble orgullo y nos hace advertir que, si hay entre nosotros un puñado de viles traidores, también hay corazones generosos y magnánimos, dispuestos a sacrificarse en las aras de la Religión y de la Patria, por salvar la honra nacional, la fe de nuestros padres, los fueros de la moral y de la virtud.
El espectáculo que ofrecen las calles y las plazas de esta ciudad, los caminos públicos y las cabeceras de cantón, en toda la provincia, es de lo más grandioso, imponente y conmovedor. No se lo puede mirar, sin abrasarse en esa especie de fiebre patriótica, que nos presentan los campos de batalla como regiones encanta­das de gloria, y la muerte misma como el triunfo del honor y la civilización sobre el crimen y la barbarie. Parece que el aire se halla encendido en torno nuestro, y que nos envolviera una atmósfera de fuego.
Desde que el sol asoma en el horizonte, las plazas y las calles se encuentran atestadas de gente armada, que se disciplina sin cesar y se apercibe al combate. Aquí, un batallón en ejercicio, ostenta ya la pericia de las fuerzas veteranas; allá se despliega otro, en rápidas guerrillas, al mando de su jefe; el famoso Escuadrón Cañar, armado y bien montado, se impacienta por probar sus lanzas en los pechos de los traidores; la noble, la ilustrada, la erguida juventud, en el número de seis­cientas plazas, rebosando en furor marcial y con la conciencia de la justicia y el derecho, sueña con los combates y la victoria; y las calles y los caminos públicos son grandes avenidas de hombres voluntarios de todas las clases sociales, que, sin agotarse, llegan día a día, hora por hora, para armarse y acuartelarse.


La madre de sus hijos en defensa de la Patria y del más legítimo de los gobiernos; las esposas les imponen a sus maridos la sagrada obligación de morir o de vencer en favor de tan santa causa; los venerables curas hacen lo propio con sus honrados y leales feligreses, desa­rrollando a su vista el cuadro horroroso del triunfo de la revolución impía; y todo se mueve, se agita, hierve y se desborda en la Provincia del Azuay.
Si, lo que es imposible, el motín militar de Guayaquil, llegara a hacerse fuerte, levantando sus legiones al pie de fuerza de cuatro o seis mil hombres, guerra tendríamos, a no dudarlo, por cuatro o seis años; y, sin que haya la más pequeña exageración, ningún traidor que hollara con sus inmundas plantas el territorio azuayo, tornaría a la costa, vivo ni muerto. Cuales­quiera que sean los caracteres y condiciones de la casi humanitaria guerra moderna en el presente siglo, no podemos responder de los horrores de la a que nos han provocado, por las bandas de hombres que se  han levantado, como por encanto, a la voz de  Patria y Religión, serán torrentes incontenibles el día del combate.
Quién podrá convenir en la demolición de nuestros templos y altares? Qué esposo, qué padre, qué hermano podrá aceptar la promiscuidad de mujeres? Qué propie­tario se resignará a entregar sus bienes al comunismo voraz y asolador? No, no; lucharemos un año; luchare­mos diez años; lucharemos hasta morir. El motín militar del ocho del presente mes, no pudo prever, no pudo medir,  todo el alcance, todas las consecuencias de su infame traición.
Pero vamos al punto capital de la cuestión que nos ocupa. ¿Tendrán los traidores la audacia y el cinismo de venir a imponernos su voluntad por medio de las armas a nombre de la libertad y el derecho?
Dado que sí ¿podrá vencernos una legión de hombres oscuros y desacreditados, representantes siniestros del petróleo y de la Comuna?
Una vez que por milagro de Satanás escalaran los Andes y ocuparan nuestro territorio ¿encontrarían entre  nosotros un solo traidor y pérfido que se pusiese al servicio de ellos, dando las espaldas a la patria, a Dios, a la familia y a la civilización cristiana? Todo esto nos parece poco menos que imposible. Un hombre puede combatir solo contra un ejército; sentarse sobre el cráter de un volcán o arrojarse en un abismo sin fondo; pero jamás resistir el torbellino de fuego de la  opinión pública, que mina, que abrasa, que consume y aniquila como la fiebre o el cólera asiático.
No creemos que se atrevan a trepar nuestras montañas, a nombre de la libertad y del derecho. No creemos, no queremos ni podemos creer que una banda de inocuos pretorianos sea capaz de suplantar la soberana voluntad de pueblos libres, ventajosamente civilizados y orgu­llosos con la íntima conciencia de su poder intelectual y material, como los que componen la provincia del Azuay. En primer lugar su pie de fuerza (la de los traidores) es relativamente insignificante, porque si la guerra civil se prolonga y el furor religioso llega a su última expresión, como ya se deja ver en todas las clases sociales, las provincias del interior pueden poner treinta mil hombres sobre las armas, sin que haya la más pequeña exageración.
Cuáles son esas armas? podrán decirnos. Sola esta provincia cuenta, pues, según cálculos rigorosamente matemáticos, con más de mil fusiles, entre rémingtons y fulminantes, cinco o seis mil bocas de fuego más, entre carabinas, escopetas, trabucos, revólveres; y con más de dos mil armas blancas, siendo en mayor número el de bien templadas lanzas, manejadas por el prepotente brazo de los llaneros del Azuay, los invencibles del Escuadrón Cañar.
En segundo lugar, tenemos seguridad de que las dos terceras partes de las fuerzas de Guayaquil, han sido engañadas por los traidores, cohechadas con mil falsas invenciones, como la de que el Presidente se retiraría a su casa, en el acto en que supiese la infame facción del ocho, ya por que no ambiciona el mando ni gusta de la concupiscencia del poder, ya también por que odia profundamente los horrores de la guerra;  y ya se ve que tales hombres tienen que volver sobre sus pasos, que tomar el buen camino, el camino del honor y de la lealtad, desde que el señor Borrero, a quien sus oscuros enemigos no han podido estudiar todavía, ha asumido la imponente actitud que debía, en virtud de su elevada inteligencia, espíritu sereno, corazón ardiente y amor a la gloria. Si, lo repitiéremos una vez más; sangre de Lamar y Rocafuerte, sangre de Elizalde y don Vicente Borrero circula en las venas del presidente de la república, y tiene puestos sus ojos en el juicio de la posteridad, para quien pudiera omitir ningún sacrificio por debelar la más negra de las facciones de cuartel, la más impía y cínica de las revoluciones.

En tercer lugar, los hombres notables de la provincia del Guayas, los sujetos de distinción por la inteligen­cia y las luces, y, en general, todos los guayaquileños honrados, no podrán tolerar que se tome su nombre, en plena mitad del siglo  19, por un miserable grupo de hombres oscuros y generalmente execrados y maldecidos, para lanzarse en la bárbara conquista del interior, e imponer sus ideas profundamente disociadoras y salvajes en materia de política, religión y gobierno, a cien pueblos que pueden enseñarles a leer y escribir. Que! el suelo de Espejo, Mejía y Salvador; la tierra de Velazco y Maldonado; la patria de Lamar, Solano y Malo podrán ser conquistadas, aherrojadas y amordazadas, para que piensen y sientan como los Alfaro y Baldas, los Infantes y Valverdes de Guayaquil ? Ni pensemos en semejante absurdo. Miserables!
Tenemos a la mano algunos fragmentos de los cantos vascos, encontrados por la Tour de Auvergue en un convento de Fuenterrabía. Su lectura nos da el cuadro exacto de lo que pasará entre nosotros y los jefes y soldados revolucionarios que se atrevan  a poner sus inmundas plantas en las poblaciones del interior. Copiamos, pues, algunos pasajes de aquellos fragmentos con profética inspiración, y nos remitimos al resultado de la guerra.
"Ahí vienen! Ahí vienen !. Oh ! que selvas de lanzas. Cuántas banderas de diversos colores flotan en el aire ! Cómo brillan las armas ! Cuántos son ! Muchacho, cuéntalos bien. Uno, dos,  tres, cuatro... veinte, veintiuno y miles más. Tiempo inútil el que se emplea en contarlos; unamos los nervudos brazos, arranquemos estas rocas; y que caiga desde lo alto sobre sus cabezas; matémoslos, aplastémoslos.
"Qué tenían que hacer en nuestras montañas esos hombres ?. por qué han venido a turbar nuestra paz ?. Cuando Dios formó las montañas, fue para que los hombres no las atravezasen. Pero los peñascos abandonados a su ímpetu se precipitan a aplastar las tropas; corre la sangre y se estremecen las carnes. Oh ! cuántos cráneos rotos. Qué mar de sangre !.
"Huyen !. Huyen !. Dónde está la selva de sus lanzas ?.
"Dónde las banderas de colores que flotan en medio ?. Ya no brillan sus armaduras teñidas de sangre. Cuántos son, muchacho, cuéntalos bien; veinte, diez y nueve, 18, 17...... 3. 2, uno. Uno !. Ni uno siquiera. Todo ha concluido: soldados podéis volver a vuestras casas, abrazar a vuestras esposas e hijos, limpiar vuestras armas, colocarlos con vuestros cuernos de búfalo y luego acostaros a dormiros. Por la noche, los buitres vendrán a comer las carnes pisoteadas y estos huesos blanquearán eternamente".....
Pero demos el caso de que las armas revolucionarias penetren en Quito y en Cuenca sobre montones de cadáve­res y lagos de sangre, ¿podrán contar con cuatro traidores siquiera que se pusieran al servicio de sus ideas políticas y religiosas y se atrevieran a suplan­tar la voluntad soberana de los antiguos departamentos de la Nación? Tenemos fe, convicción profunda, conciencia íntima de que no hallarían en ninguno de los grupos políticos del país, ni cuatro secuaces del estandarte revolucionario, símbolo funesto de la traición, de la perfidia y de la impiedad, representa­das por la Internacional y la Comuna con todo su séquito de horrores.
Lo que es en  Cuenca -lo decimos con la mano sobre nuestra conciencia- no vemos uno solo, en ninguna de las esferas sociales, capaz de abrazarse de la bandera de Satanás. Habrá desafectos al Gobierno, tal vez; quizá algunos de ideas avanzadas en materia de instituciones liberales, en política; pero no conocemos uno solo que no pertenezca a la comunión católica y no sea capaz de sacrificar su vida por la religión de nuestros padres.  I deben comprender los extraviados de Guayaquil que la ilustrada juventud del Azuay, no es religiosa por mera rutina, sino por convicción. Ha estudiado concienzuda­mente las obras de los incrédulos, las inmorales novelas de los libres pensadores, los opúsculos y folletos de los comunistas, socialistas, utilitaristas, calcadas sobre los diabólicos trabajos de Voltaire, Rousseau, Renán, &,& y ha acabado por deplorar la miseria humana, hallando el genio a lado del error, el talento a lado del crimen, la instrucción envuelta en las nebulosidades del sofisma, la perfidia, el odio, el sarcasmo con el falso brillo de la razón, de  la filosofía, de la justicia y el derecho.
Ahora bien: hombres de conciencia ilustrada y corazón levantado por el estudio y la meditación ¿podrán abjurar sus ideas, renegar de sus principios y prevari­car miserablemente a vista de las sombrías legiones de la traición y del ateísmo, bajo sus múltiples formas?  Lastimoso error, obcecación estúpida de la ambición, delirio, locura de la más ruda empleomanía. Lucharemos, pues, un año, dos años, toda la vida; pero recuerden los traidores que Flores, Urvina, Franco, con ejércitos poderosos, tuvieron que sucumbir ante la omnipotencia de la opinión pública.
Sin embargo, “En diciembre Veintemilla decidió atacar a la Sierra, a la que solamente había amenazado con el avance de tropas. Apertrechado con los elementos bélicos llegados de EE.UU., inició un movimiento envolvente y fue avanzando hasta Galte, donde una gran refriega que dejó mil muertos y seiscientos heridos, determinó la caída de Borrero y el final de una etapa de nuestra historia”, anota Gabriel Cevallos García.

Fuente: LA VOZ DEL AZUAY, # 36, septiembre 30 de1876
Cuenca, abril de 2012

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